Célebres por su habilidad con la
espada y su exitosa estrategia en el frente, los caballeros de la Orden
del Temple desarrollaron una destacada labor en el campo de batalla, ya
fuera en Tierra Santa o en las luchas contra los musulmanes de la
Península Ibérica.
A finales del siglo XIII, los Estados
latinos de Oriente llevan años en franca decadencia, sufriendo cada poco
los envites de las tropas sarracenas. El sultán Baibars –que había
alcanzado el poder en 1260– y sus sucesores, han ido conquistando una a
una las distintas plazas cristianas. El primer enclave en caer fue el
principado de Antioquía, en 1268, y tres años después la en apariencia
inexpugnable fortaleza hospitalaria del Crac de los Caballeros.
En abril de 1289 parece haberle llegado
el turno a Trípoli. La ciudad cruzada, que ha permanecido durante 180
años en manos cristianas, lleva más de un mes sitiada por las tropas
sarracenas del sultán Qalawun. Las fuerzas de la ciudad, en manos de Lucía de Trípoli, habían sido advertidas del peligro por Guillaume de Beaujeu,
Maestre del Temple, pero su aviso fue ignorado. Ahora es demasiado
tarde. A pesar de las tropas hospitalarias, templarias, francesas y
chipriotas que han llegado en auxilio, dos de las torres principales han
caído ya y una multitud intenta huir antes de probar el temible filo
sarraceno.
Doña Lucía, los mariscales del Temple y del Hospital, así como el Senescal de Jerusalén –Sir John de Grailly–,
logran escapar, mientras el resto de la población espera con terror su
inminente final. Aunque la mayor parte de los defensores ha huido, unos
pocos valientes intentan resistir los ataques de los infieles. Entre
ellos destacan dos caballeros vestidos de blanco y con una cruz roja
sobre su hombro izquierdo. Sus nombres: Pedro de Moncada y Guillermo de Cardona.
El primero de ellos había ocupado el puesto de Maestre provincial de
Aragón entre 1279 y 1282. Los dos hermanos de orden pelean con fiereza,
lanzando una y otra vez tajos con sus espadas, pero las brechas en las
murallas son ya incontrolables y los templarios sucumben sin remedio
ante la hueste sarracena.